El 27/08/19 escribí sobre el Club de Lectura de les Borges del Camp

                                            

Esto pasa en las mudanzas: aparece una libretilla azul e inocente, que contienen recetas de cocina, notas de amantes (ahora vuelvo, espérame), listas de ropa para viajes, teléfonos, apuntes de filosofía, verbos irregulares en francés, relatos inconclusos, cuantos puntos tenía ese año (¿ese año?) para concurso de traslados, una referencia en fotocasa y una lista de 374 libros, en la que sólo hay apuntados 372. Los últimos 10, a alguien le suenan: Benjamin Black, La lluvia antes de caer, Emmanuel Carrère, Un altar per la mare, Mia Couto, Un riu que es diu temps…

Y ahí, en el 372, apunté el último y dejé de leer.

De esto hace dos años y medio, y bueno, he estado entretenida en otras cuestiones. Al final, a pesar de las cuestiones, creo que he leído algo. He ido a las reuniones de mi adorado club de gastrolectura sólo por el placer de oírles hablar de libros que no me he leído, que ni siquiera he abierto. ¿Sabes qué extraño placer es ese? Cuentan historias que son irreales, que sólo están en unos papeles en tinta impresa, en la cabeza de un autor y en la de todos lo que lo han leído. Cada uno con su interpretación, su versión, su propia, única e inexplicable historia.

Y no, no pienso en que algún día me los leeré. Sólo les miro, les oigo hablar, les memorizo en la parte reptiliana del cerebro, ese que asegura la supervivencia.

Son una reunión de dioses, héroes y criaturas mitológicas. Está Minerva, sabia y poderosa, con su peplo dorado y su lechuza sobre un hombro. Está Quirón, el centauro inteligente y bueno, ese que instruye héroes y fuma en pipa. También Artemisa cazadora, la diosa salvaje que me lleva a dormir bajo las estrellas y me salva cuando, algunas noches, se me olvida respirar. Suele venir con una “pequeña” criatura mitológica con el dedo torcido, protectora de los bosques y guardián del saber telúrico. Está Polimnia, la musa de los cantos sagrados, esa que cantó a su hijo cuando estaba naciendo para que no tuviera miedo. También Urania, la musa de las matemáticas, aunque está más interesado en amasar pan con un verbo que sólo él conoce (frunyir?). Hablan también las diosas del hogar, de la familia grande que vive unida, esas que abren las puertas de su casa y nos sirven, en esa mesa tan larga e incólume, manjares que sólo los dioses conocen. También está Maya, una de las Pléyades, de la que dicen era la mayor y más tímida. Está Démeter, de la mirada transparente, limpia, clara, que sufre cuando los personajes sufren y enamora a mis hijas cuando explica, con esa voz tan dulce, qué es cada una de las conchas de animales que han recolectado en Galicia.

Hay más héroes, diosas y criaturas mitológicas, pero aún no se sus nombres, pues los ocultan bajo una apariencia de mortales, luchan por causas feministas y hablan, ora con entusiasmo, ora con serenidad, de la pasión que nos une por el olor a los libros.


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